Homilía
Queridos amigos,
Trasmitir el Evangelio de
Jesucristo no es tarea fácil. La transmisión del Evangelio no es decir palabras
bonitas, no es dar clases magistrales de Dios. Transmitir el Evangelio de Jesús
es encarnar en la vida los mismos sentimientos de Cristo, es sufrir en, con y
por Cristo.
Su Evangelio, su Buena Noticia
es como una espada afilada que va cortando todo aquello que nos hace daño, va
cortando los cordeles que nos tienen anclados y que no nos permiten avanzar.
Cada uno de nosotros sabemos cuáles son las cosas que nos hace daño, y sobre
todo de las que no queremos salir.
Las palabras de Jesús penetran
hasta el fondo de nuestro corazón y buscan desencarnar aquello que está como exceso,
aquello que no pertenece a nuestra esencia de personas. La doctrina de Jesús
impresionó a las personas de su época, porque enseñaba diferente de los
escribas, enseñaba con autoridad.
La vida de Jesús compaginaba
con lo que decía. Sus palabras iban acorde con sus acciones. Todos se
preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo”. Pero no sólo ayer, hoy su vida sigue dejándonos atónitos, no deja de sorprendernos el testimonio de
los evangelistas sobre Jesús.
Queridos hermanos, ante todo
esto, no hemos de desanimarnos. Jesús conoce nuestra debilidad, sabe de qué
estamos hechos. Su enseñar con autoridad no es para lucirse de lo bien que Él
lo hace, sino para manifestarnos que estamos llamados a una vida libre, una
vida feliz a plenitud. Él es el Hombre Perfecto, Aquel en quien el Padre se
fijó para crearnos, y es gracias al amor infinito del Padre, manifiestado en la donación de su propio Hijo, que el hombre conoce lo que está llamado a
ser, persona creada a imagen y semejanza de Dios, pero ahora ya no como
criatura, sino como hijo de Dios, gracias al sacrificio de Cristo en la cruz.
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