sábado, 26 de marzo de 2016

SANTA VIGILIA PASCUAL

Queridos hermanos,
Celebramos la Santa Vigilia Pascual. Según una antiquísima tradición, esta es una noche de vela en honor del Señor, y la Vigilia que tiene lugar en la misma, conmemorando la Noche Santa en la que el Señor resucitó. Esta Vigilia es figura de la Pascua auténtica de Cristo, de la noche de la verdadera liberación, en la cual, “rotas las cadenas de la muerte, -como cantábamos en el pregón pascual- Cristo asciende victorioso del abismo”.
Las lecturas que hemos escuchado nos describen momentos importantes de la Historia de la Salvación. Pero el momento culminante es la Resurrección de Jesucristo; por eso, esta celebración es la más importante de todo el año litúrgico; esta es la noche de las noches, porque celebramos la resurrección del Señor, haciendo memoria de su Cena Pascual; esta es la Vigilia de las vigilias, porque celebramos el triunfo de la vida sobre la muerte, la victoria de la luz sobre las tinieblas.
¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” Es la pregunta de uno de los hombres que se les presentaron a las mujeres en el sepulcro. “No está aquí. Ha resucitado”. Aquellas mujeres acudieron al sepulcro desanimadas. Hoy la pregunta se hace actual. Tal vez nosotros también merezcamos el aviso-reproche de aquellos hombres, ante nuestros cansancios y decepciones, ante nuestra desidia y nuestra cobardía, ante nuestros desánimos. La resurrección de Cristo es el acontecimiento que da sentido a nuestra fe. Si somos cristianos es por eso, porque Jesús no se quedó en el sepulcro, sino que la fuerza de Dios lo hizo pasar a su nueva existencia. Ha sido su pasión y muerte, pero fundamentalmente su resurrección la que cambio el destino de los hombres; ahora ya no somos simplemente criaturas, ahora somos hijos de Dios. Gran regalo que se nos da en el Bautismo.
Queridos hermanos, vale la pena que nos dejemos conquistar por la alegría de esta noche y que entremos en el acontecimiento de la Pascua también nosotros, junto con Jesús. Ese sepulcro vacío, es la victoria total de Cristo, sobre la muerte. ¿Quién de nosotros sigue a un muerto por muy importante que haya sido en la vida? Seguimos a uno que está vivo.
En este año de la misericordia pongamos cara de resucitado, porque el Señor nos ha salvado y ha querido darnos vida desde su vida. Hace días me llegó un whatsapp de un hermano sacerdote y hoy quiero compartir parte de su mensaje, decía: La vida me ha enseñado que: la gente es amable, si yo soy amable; que las personas están tristes, si estoy triste; que todos me quieren, si yo los quiero; que todos son malos, si yo los odio; que hay caras sonrientes, si les sonrío; que hay caras amargas, si estoy amargado; que el mundo está feliz, si yo soy feliz; que la gente se enoja, si yo estoy enojado; que las personas son agradecidas, si yo soy agradecido. La vida es como un espejo: Si sonrío, el espejo me devuelve la sonrisa. La actitud que tome frente a la vida, es la misma que la vida tomará ante mí. "El que quiera ser amado, que ame". Os invito a que pongamos en práctica lo que se nos dice, yo el primero. Que nuestra mayor actitud como cristianos, sea la alegría que nace del encuentro con Cristo resucitado.  

jueves, 24 de marzo de 2016

VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR.

Queridos hermanos,
Celebramos el Viernes Santo, día en que “ha sido inmolada nuestra Víctima Pascual: Cristo” (1 Co 5, 7). Jesús muere en la Cruz. El siervo de Señor sufre en lugar del pueblo, justifica a muchos cargando los crímenes del pueblo y es exaltado. El Evangelio que hemos escuchado nos relata la Pasión del Señor: Cristo, obedeciendo plenamente al Padre, se convierte en causa de salvación para todos los que le obedecen, tal y como hemos escuchado en la segunda lectura.
“Ecce homo”: Mirad al hombre. He aquí, en la cruz la imagen del Hombre perfecto, desfigurado por el pecado de la humanidad, maltratado por la crueldad del hombre. He aquí al Hombre que fue llevado a la Cruz por los que no quisieron aceptar la verdad. Ese Hombre-Dios, sigue siendo llevado a la cruz cada día, por nuestras culpas y pecados, por nuestras inseguridades y desprecios, por nuestro rechazo a la verdad.
¿Qué aspecto tendría la imagen del hombre que mostrase precisamente aquello que el hombre es, pero que ni quiere confesarse en sí mismo que lo es ni está dispuesto a serlo?”, se pregunta Rahner. Esta interrogante nace la experiencia humana que vive el hombre, su debilidad y pecado. Conocer al hombre en su totalidad no hubiera sido posible, si Cristo no nos lo hubiese revelado, pues el hombre en sí, es un ser totalmente inestable, no le ha sido ni atribuido permanecer siempre idéntico. Hay muchas cosas de las que posiblemente no le guste hablar. Huye de sí mismo. Uno de los elementos que constituye al hombre, es lo indecible; y por eso permanece mudo.
Queridos hermanos, este Hombre-Dios, muerto en la cruz revela la imagen perfecta de lo que es el hombre, que debe morir al pecado. Dios nos ha revelado en su Hijo Jesucristo, la imagen de nosotros mismos para que nos veamos reflejados. Quién esté dispuesto a descubrir lo que realmente es y está llamado a ser, deberá aceptar la imagen de Cristo muerto en la Cruz, para morir al hombre viejo y resucitar al hombre nuevo.
La aceptación de tal imagen no es fácil de asumir. A nadie le hace gracia verse deformado, coronado de espinas, sudando gotas de sangre, traspasado por una espada, azotado, clavado y muerto en una cruz. A nadie le gusta verse solo, traicionado por un amigo, negado por quien prometió dar la vida si era necesario, insultado por quienes en otro tiempo le apoyaban. A ninguno de nosotros nos gustaría que la ciudad que nos vio nacer y crecer, hoy clame a gritos: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Esto es lo que es el hombre: un ser que no quiere morir, y sin embargo, está entregado a la “vida” de este mundo, que no admite el hecho de que tiene que morir para vivir.
Jesús, muerto en la cruz, nos da la respuesta que tanto buscamos. Es allí donde contemplamos la imagen de nosotros mismos, aquella que se nos ocultaba. Quien no muera en plena vida, no podrá vislumbrar su destino desde fuera, ni mucho menos participar de él internamente.

miércoles, 23 de marzo de 2016

JUEVES SANTO EN LA CENA DEL SEÑOR

Queridos hermanos,

Con esta Eucaristía damos comienzo al Triduo Pascual, en ella se evoca aquella Cena en la cual el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, “sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amando a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Es allí, en la Última Cena con sus discípulos donde se instituye el Sacramento de la Eucaristía. San Pablo en la Primera Carta a los Corintios nos dice: “…yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he trasmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunció la acción de gracias… lo mismo hizo con el cáliz” (1Co 23, 25). Este texto nos demuestra que la primera comunidad cristiana ya celebraba la petición de Jesús: “haced esto en memoria mía”. San Pablo termina diciendo: “Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11, 26).
La institución de la Eucaristía lleva consigo la institución del Ministerio Sacerdotal. Jesús, el Sumo Sacerdote por excelencia, hace partícipe a sus discípulos de su ministerio, para que vayan por el mundo llevando el Alimento que perdura para la vida eterna: su Cuerpo y su Sangre, Pan de vida eterna y Cáliz de eterna salvación.
Ser sus ministros es ser sus servidores. Pero los servidores de Jesús son, a la vez, servidores del pueblo que le es encomendado. No son enviados para ser servidos, sino para servir. Jesús, mientras cenaba con sus discípulos, “…sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarle los pies a los discípulos…” (Jn 13, 3-4).
Este gesto singular, tiene una doble interpretación:
·        Por un lado la actitud humilde de servicio que cada uno de nosotros debemos tener; Jesús pregunta: “¿comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14).
·        Por otro lado, es signo de la entrega de Jesús a la muerte, que se manifestara plenamente en la Cruz, expresión máxima del amor de Dios para con los hombres.
Queridos hermanos: ser sacerdote del Señor es ser expresión de su humildad. Nuestra llamada es a ejercer una autoridad desde el servicio y la caridad. La Eucaristía es garantía de ese amor; por eso, quien coma de ese pan no tendrá nunca más hambre. Ser sacerdote del Señor es ser “otro Cristo”, que se entrega diariamente en favor los hermanos. Debemos ser conscientes de que es un ministerio que supone sacrificio, entrega. Santa Teresa de Jesús decía: “Quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida”.

martes, 22 de marzo de 2016

MIÉRCOLES SANTO

Queridos hermanos,
Hoy volvemos a escuchar la primera lectura del libro de Isaías que leíamos el Domingo de Ramos. Se trata del tercer cántico del siervo del Señor. Es clave la insistencia sobre el “aprender” y “abrir el oído” para, desde allí, comprender la conciencia que el siervo tiene de su destino y misión. Para llegar a pronunciar una palabra de aliento, para saber escuchar al que sufre, ha tenido que pasar por un proceso de aprendizaje muy duro. Es un discípulo que está siendo formado en la paciencia, parece que espera un juicio del cual no tiene miedo.
Nosotros, discípulos del Señor, también hemos sido llamados a entrar en un proceso de aprendizaje muy duro. No sabemos lo que Él nos tiene preparado, pero lo cierto es que nada será color de rosas; en este camino de enseñanza se trata de coger la cruz de cada día y de seguir los pasos del crucificado; en definitiva, se trata de adentrase en la vida misma y de saber confiar en el Señor, dejándonos llevar por los senderos que él nos propone. Como cristianos estamos llamados a vivir desde nuestra libertad el seguimiento de Jesús, siendo conscientes del alto precio que hay que pagar. En nuestras manos está dejarlo o asumirlo. El siervo expresa conscientemente que no resistió ni se echó atrás ante lo que el Señor le pedía, porque toda su confianza estaba puesta en Él. Dice el texto: “El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado” (Is 50, 7).
En este tiempo de Semana Santa, podemos identificarnos con muchos de los personajes que siguieron a Jesús, el Siervo de los siervos, que supo asumir la voluntad del Padre y llevarla a término. Hoy volvemos a escuchar como Jesús insiste en que uno de sus discípulos le va a entregar: “En verdad os digo, que uno de vosotros me va a entregar” (Mt 26, 21). Al final, Judas pregunta: “¿Soy yo acaso, Maestro? Él le respondió: tú lo has dicho” (Mt 26, 25). Mateo hace una distinción entre Judas y los demás discípulos; para los otros once discípulos Jesús es el Señor, así lo expresan cuando se dirigen a Él, pero Judas le llama Maestro, Rabbí, un apelativo que utilizan los adversarios de Jesús y que tiene para el evangelista una connotación negativa.  
En este tiempo litúrgico que la Iglesia nos regala, estamos llamados a revisar nuestra actitud de discípulo. ¿Soy capaz de asumir la cruz de cada día? ¿Estoy dispuesto a entregar mi vida al Señor? ¿Le reconozco como Señor o como Maestro? ¿Soy su amigo o su enemigo? Tomás Spidlik dice algo que me gusta mucho: “Los traidores, siempre y en todas partes, tienen muy mala fama. De un enemigo uno sabe quién es y cómo combatirlo; en cambio, es diferente, si el enemigo tiene la apariencia de un amigo, si vive a nuestro lado y en nuestro corazón. El traidor traiciona a quien le quiere, a quien le favorece”. Si nos llamamos cristianos, es porque nos consideramos amigos de Cristo.
Queridos hermanos, No olvidemos nunca que el seguimiento de Jesús está marcado por la pasión y la muerte, pero también por la resurrección.

lunes, 21 de marzo de 2016

MARTES SANTO

Queridos hermanos,
Ayer leíamos el primer cántico de los llamados cánticos del siervo del Señor.  Hoy la liturgia nos centra en el segundo cántico. El destinatario de este texto ya no es un personaje único, como en el anterior, sino que está dirigido a un grupo que permanece fiel al Señor, al cual es necesario animar más que convertir. Este cántico nos revela la fidelidad que Dios tiene, sobre todo, la promesa que ha hecho para con los que son llamados desde el vientre materno a una misión específica. El siervo expresa: “Yo pensaba, en vano me he cansado, en viento y en nada he desgastado mis fuerzas” (Is 49, 4).
Las palabras del siervo pueden ser también nuestras palabras. ¿Cuántas veces nos vemos afectados por el desánimo al no percibir los frutos de nuestro trabajo? ¿Cuántas veces queremos rendirnos movidos por el cansancio o la fatiga? Lo más seguro es que sean muchas las veces en que deseamos “tirar la toalla”; pero, ¿Cuántas veces nos han sorprendido los gestos, actitudes o palabras de personas, que aún en medio de nuestras peores circunstancias, cualquier acción nuestra, por muy insignificante que a nosotros nos parezca, o poco cargada de espíritu misionero, ha significado mucho para ellos? Seguro que os ha pasado; si es así, comprenderéis lo que os quiero trasmitir y que el siervo expresa bellamente: “En realidad el Señor defendía mi causa, mi recompensa la custodiaba Dios… Dios era mi fuerza” y en palabras de Dios: “Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra” (Is 49, 4-6).
El Evangelio se centra en la figura de Judas y Pedro. Ayer a Judas le mirábamos “dispuesto” a darlo todo en favor de los pobres, hoy le vemos traicionando al Señor, entregándole por unas cuantas monedas. Hoy, Pedro también está dispuesto a entregar su vida por el Señor si es necesario. El desenlace final todos  lo sabemos. Estos personajes juegan un papel fundamental en nuestra vida; ambos pretenden dar razón del reino que creen, Jesús implantará. Judas al ver que Jesús no satisface sus ambiciones, y movido por Satanás, le vende. Algo parecido sucede en Pedro; ya cercana la hora de Jesús, y al cantar el gallo descubre que le ha negado tres veces.
Podemos movernos en una misma dirección y con un mismo planteamiento, y como vemos, los pensamientos de dicho planteamiento pueden ser distintos. En medio de nuestros ideales y promesas, podemos traicionar a Jesús como Pedro y Judas. No es verdad aquello de que “yo le soy fiel al Señor, a pesar de mis limitaciones”; cada uno de nosotros conocemos nuestras dificultades y sabemos lo que hay dentro de nuestro corazón. Tenemos dos opciones: o dejarme seducir por el pensamiento de Judas autogenerándome la muerte, o convertirme, como Pedro, y ser fiel al Señor hasta la muerte.
Queridos hermanos, Pedro lloró amargamente su negación, y no llegó a comprender el reino que Jesús quería hasta no verle resucitado. Hoy nosotros vamos como Pedro, no comprendemos lo que el Señor quiere de nosotros, pero estoy seguro que un día, Dios nos manifestará la gloria  en la resurrección y llegaremos a vislumbrar este paso por el camino de la cruz. Que nuestros pasos nos conduzcan a la resurrección y no hacia la muerte definitiva.

domingo, 20 de marzo de 2016

LUNES SANTO (C)

Queridos hermanos,
Si recordamos la respuesta que da Jesús a los enviados por el Bautista para preguntarle si es él el Mesías esperado, caeremos en la cuenta, que tal respuesta coincide con el texto que hemos leído en la primera lectura; Jesús les dice: “Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen…” (Mt 11, 3-5).
Esta primera lectura de Isaías nos narra el primer cantico del siervo del Señor. Ya los primeros cristianos la citaban para referirse a Jesús como el sirvo sufriente. Esta imagen prefigurada en el Antiguo Testamento demuestra la misión que el Señor debe cumplir. No viene a imponer un castigo por la maldad cometida del hombre, sino que busca dar un apoyo a los débiles y vacilantes. Este siervo, que es sostenido, manifestará la justicia a las naciones. No se trata de una justicia que busca complacer a unos, y a otros someter al castigo. Él viene a practicarla desde la verdad. El siervo tiene como función dar “…luz a las naciones... abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la cárcel, y de la prisión a los que habitan en tinieblas” (Is 42, 6-7).
En el Evangelio escuchamos como María de Betania, la hermana de Marta y de Lázaro, unge con perfume de nardo los pies a Jesús, enjugándolos con su cabellera. La pregunta de Juan es nuestra pregunta ¿por qué no se ha vendido este perfume para dar el dinero a los pobres?
El Evangelio nos interpela constantemente. ¿Cuál es mi actitud como cristiano? ¿Realmente busco el bien de los pobres, o como Judas, busco mi propio beneficio? La política promete sacarnos de nuestra situación de pobreza partiendo de un ideal de justicia que no corresponde con el de Dios. Corremos el riesgo de confundir justicia con venganza. Y es allí donde nos encontramos, quitamos a unos para dar a otros; clamamos justicia, pero a la vez pedimos venganza. Esto en Dios no es posible, su justicia nace del amor. En ella no hay venganza, sino deseo de dar sentido al hombre, eliminando todas las pobrezas que hay en nuestro interior para, desde allí, darnos la verdadera riqueza que sólo Él puede proporcionarnos: paz interior, felicidad en medio de la tristeza que el mundo vive, compañía…

Jesús termina diciendo: “Déjala… a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis” (Jn 11, 7-8); que paradójico, pero que real. Tal vez no podamos saciar el hambre de todo un barrio, pero si la del vecino. Tal vez no podamos resolver con nuestro dinero la pobreza que viven muchas familias de España y el mundo, pero podemos colaborar aportando nuestro granito de arena a Cáritas u otra institución que trabaje en esta labor; seguramente no tenemos ni un céntimo en nuestro bolsillo, pero podemos colaborar desde el voluntariado en tantas instituciones nuestras.
Queridos hermanos, los pobres siempre estarán presentes. ¿Y nosotros? ¿De qué forma estamos? ¿Ausentes o presentes? Trabajemos por un mundo más humano; construyamos el reino que Dios quiere practicando las justicia que brota del amor de Dios, cada uno en la medida de sus posibilidades.

sábado, 19 de marzo de 2016

DOMINGO DE RAMOS (C)

Queridos hermanos,

Con la bendición de los ramos damos comienzo la Semana Santa. Jesús es recibido solemnemente con palmas en la entrada de Jerusalén. Tal y como indica el profeta Zacarías, Jesús entra sentado sobre un pollino de borrica, y a su encuentro salió la multitud con ramos de olivo.


En la primera lectura del libro de Isaías, escuchamos el tercer cantico del Sirvo del Señor. Se trata de un personaje anónimo, que no es llamado en ningún momento “siervo”, pero que con su situación y destino coinciden en algunos aspectos con los del personaje contemplando en los anteriores canticos. Este personaje debe enfrentarse con sus enemigos en un juicio y, aunque posee los medios necesarios para salir airoso, no tendrá necesidad de utilizarlos porque el Señor mismo tomará a su cargo su defensa. El texto nos dice: “Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba, no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes…” (Is 50, 6-7).

En la carta los Filipenses, Pablo sintetiza en un himno la preexistencia divina de Cristo, su vida humana y su exaltación gloriosa. Jesús, que siendo de condición divina se hizo Hombre, para someterse a la muerte, y una muerte cruz. Es desde esta muerte de cruz, que Dios le exalta, apareciendo así, como el modelo perfecto de las disposiciones interiores que Pablo pide a cada cristiano.

Así, la pasión de Jesús no es para nosotros un acto meramente simbólico, sino que es la esencia de nuestra regeneración como criaturas, y el regalo que Jesús nos hace, haciéndonos partícipes de su naturaleza divina. A lo largo de la historia nos hemos hecho una misma pregunta: ¿Era necesaria la muerte de cruz o Dios podía hacerlo de otra manera? Los teólogos han intentado dar luz a esta cuestión a lo largo de los siglos. Dios en su omnipotencia divina, podría haber perdonado la culpa del hombre sin necesidad de la muerte de su Hijo, pero en Dios está la justica verdadera, de forma que el Hijo sin que le obligase una necesidad, sino que desde su libertad, toma la iniciativa de redimir la humanidad. En Dios, esta libertad nace del amor; por tanto, la pasión de Cristo en la cruz es la máxima revelación del amor de Dios. Es allí donde Dios une la suma justica con la suma misericordia. La justica aparece en la muerte y la misericordia en la resurrección.

Queridos hermanos, los cristianos estamos llamados a seguir a Jesús. Nuestro recorrido también es un recorrido con cruz. No es fácil llegar a comprender esta realidad, aun cuando estamos llamados a la felicidad y no al sufrimiento. Parece que somos masoquistas en lugar de gente feliz, pero la vida nos demuestra que en este mundo no todo es felicidad, siempre hay complicaciones, y que hemos de saber afrontarlas para salir victoriosos de ellas. Quien no asume su propia cruz, no es capaz de salir adelante; quien no vive su propia realidad puede encontrarse abatido e incluso llegar a la muerte. El mundo de hoy nos plantea una felicidad sin cruz, pero no se dan cuenta que más temprano que tarde, el hombre se ve afectado por su propia realidad de pecado. Sin cruz no hay resurrección. Esta felicidad en el sufrimiento es una unión tan antinómica que la comprenden en modo estático sólo las almas místicas. Si reflexionamos un poco, caeremos en la cuenta de que en la cruz está la salvación, en la cruz está nuestra redención. Y si encontramos un poco de cruz en todo lo que hacemos, significa que en todo, Dios nos conduce hacia Él.

SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA

Queridos hermanos,
Celebramos hoy la Solemnidad de San José, esposo de la Bienaventurada Virgen María, varón justo, nacido de la estirpe de David, que hizo las veces de padre para con el Hijo de Dios, Cristo Jesús. En la Carta a los Romanos, Pablo manifiesta el poder de la justicia de la fe: “…no por la ley, sino por la justicia de la fe recibieron Abrahán y su descendencia de que iba a ser heredero del mundo” (Rom 4, 13). El hecho de que la promesa y sus contenidos dependan de la fe y no de la ley asegura tanto su dimensión universal como su carácter gratuito.
El segundo libro de Samuel nos ofrece la manifestación profética del Señor. David quería construir un templo al Señor, ya que él vivía en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habitaba en una tienda. Pero el Señor habló al profeta Natán diciendo: “Ve y habla a mi siervo David… el Señor te anuncia que te va a edificar una casa. En efecto, cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Será él quien construya una casa a mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él un padre y el será para mí un hijo” (2Sam 7, 11-14). Estas palabras de Dios demuestran su deseo de fundar en David una casa o línea sucesoria sin límite temporal. Es a partir de allí donde se funda las esperanzas mesiánicas que nos llevarán hasta el nacimiento de Jesús.
Veintiocho generaciones pasaron desde David hasta el nacimiento del Mesías esperado. Mateo en su Evangelio nos narra el origen de Jesucristo partiendo desde Abrahán, nuestro padre en la fe. Y termina diciendo: “…y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1, 16).
Según la ley, una mujer sorprendida en adulterio debía ser apedreada. El Evangelio nos dice que “María, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado” (Mt 1, 18-19). Pero es un ángel del Señor, por medio de un sueño, le reveló el plan salvífico de Dios. “Cuando José se despertó, hizo todo lo que le había mandado el ángel del Señor, y acogió a su mujer” (Mt 1, 24).
La figura de José, no deja de ser para nosotros un modelo a seguir. Es José el que sabe guardar un secreto, el que sabe obedecer y acoger. Es José, como María, los que nos enseñan a aceptar la voluntad de Dios y cumplirla. Esta sencillez y humildad de José no puede venir más que del encuentro con el Señor. Su vida nos demuestra que conocía perfectamente la ley divina y la ponía en práctica.
Queridos hermanos, es curioso ver que el Mesías no nace en un palacio como era de esperar; José que pertenecía a la estirpe de David no era un hombre poderoso ni mucho menos rico. José es todo lo contrario a lo esperado. Un obrero, un trabajador que se ganaba la vida día a día con el esfuerzo y el sudor de la frente. En este pequeño pero gran hombre, Dios se fía para llevar adelante el plan de redención. Y es que la salvación de Dios no se basa en la opulencia de este mundo, sino en lo pequeño, lo frágil, lo humilde. Es el gran misterio divino: que Jesús, siendo Dios, se hizo uno como nosotros, se hizo barro, para desde su condición humana, rescatar a la humanidad herida por el pecado y darnos la condición de hijos.

viernes, 18 de marzo de 2016

V VIERNES DE CUARESMA (C)

Queridos hermanos,

En la primera lectura escuchamos una parte de la quinta confesión de Jeremías. En ella Jeremías  expresa la acusación que oye; la gente le acusa de sembrar el pavor con sus oráculos, pero los que en realidad la siembran son los profesionales de la palabra. Ya en el versículo 3 de este mismo capítulo, Jeremías dice al comisario del templo el nuevo nombre que el Señor le ha puesto: “El Señor ya no te llama Pasjur, sino Pavor-en-torno” (Jer 20, 3). Este nombre se le es conferido por Dios en razón de sus criminales actuaciones. Ante esta falsa acusación, Jeremías manifiesta su confianza en el Señor: “…el Señor es mi fuerte defensor…” (Jer 20, 11), y termina diciendo: “… ¡qué yo vea tu venganza sobre ellos, pues te he encomendado mi causa!” (Jer 20, 12).  

Estas palabras no expresan un frío deseo de venganza, sino la aplicación estricta del principio de la retribución que se practicaba según la Ley en el Antiguo Testamento. Es curioso escuchar como el mismo profeta declara su inocencia desde su relación íntima con Dios: “Señor del universo, que examinas al honrado y sondeas las entrañas y el corazón…” (Jer 20, 12). Reconoce que Dios practica la justicia verdadera porque no se fija en las apariencias sino en el interior de la persona. El Señor sondea, explora lo que hay en las “entrañas y el corazón”. Estos dos términos -entrañas y corazón- que para nosotros son distintos, manifiestan un mismo sentido en la lengua hebrea. Es desde las entrañas y el corazón del Padre, de donde brotan su ternura y su misericordia.

En relación con la acusación hacia Jeremías, encontramos la acusación por parte de los judíos hacia Jesús: “No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo hombre, te haces Dios” (Jn 10, 33). Es la acusación que hoy sigue arremetiendo contra tantos cristianos en el mundo, sobre todo, aquellos que sufren la persecución y le martirio en pleno siglo XXI.

El paso de Cristo por la cruz permite que seamos incorporados al Misterio intradivino de Dios. El paso de Cristo por la cruz, permite que nuestra vida entre en las “entrañas” de Dios, para nacer como nueva creatura, volviendo así al estado primero en el que habíamos sido creados, pero con una nueva condición, la de hijos en el Hijo. Este nuevo don –el de ser hijos de Dios- no puede entenderse de otra manera, sino desde la misericordia que brota de las entrañas y el corazón del Padre. Dios no quiere tapar nuestro pecado con su gracia -como expresaba Lutero-, sino que quiere purificar todo aquello que nos impide movernos en libertad. Por eso, dejarnos abrazar por su misericordia es pasar por sus “entrañas” para renacer a una vida nueva.

  Queridos hermanos, como bautizados hemos sido regenerados por el agua y el Espíritu, de forma que nuestras obras han de manifestar las obras de Cristo. Nuestra vida ha de ser manifestación de la vida de Cristo, para que así, terminemos diciendo como Jesús: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38).