En la
primera lectura escuchamos una parte de la quinta confesión de Jeremías. En ella
Jeremías expresa la acusación que oye;
la gente le acusa de sembrar el pavor con sus oráculos, pero los que en
realidad la siembran son los profesionales de la palabra. Ya en el versículo 3
de este mismo capítulo, Jeremías dice al comisario del templo el nuevo nombre
que el Señor le ha puesto: “El Señor ya
no te llama Pasjur, sino Pavor-en-torno” (Jer 20, 3). Este nombre se le es
conferido por Dios en razón de sus criminales actuaciones. Ante esta falsa
acusación, Jeremías manifiesta su confianza en el Señor: “…el Señor es mi fuerte defensor…” (Jer 20, 11), y termina
diciendo: “… ¡qué yo vea tu venganza
sobre ellos, pues te he encomendado mi causa!” (Jer 20, 12).
Estas palabras
no expresan un frío deseo de venganza, sino la aplicación estricta del
principio de la retribución que se practicaba según la Ley en el Antiguo
Testamento. Es curioso escuchar como el mismo profeta declara su inocencia
desde su relación íntima con Dios: “Señor
del universo, que examinas al honrado y sondeas las entrañas y el corazón…”
(Jer 20, 12). Reconoce que Dios practica la justicia verdadera porque no se
fija en las apariencias sino en el interior de la persona. El Señor sondea,
explora lo que hay en las “entrañas y el corazón”.
Estos dos términos -entrañas y corazón- que para nosotros son distintos,
manifiestan un mismo sentido en la lengua hebrea. Es desde las entrañas y el corazón
del Padre, de donde brotan su ternura y su misericordia.
En relación
con la acusación hacia Jeremías, encontramos la acusación por parte de los
judíos hacia Jesús: “No te apedreamos por
una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo hombre, te haces Dios”
(Jn 10, 33). Es la acusación que hoy sigue arremetiendo contra tantos
cristianos en el mundo, sobre todo, aquellos que sufren la persecución y le martirio
en pleno siglo XXI.
El paso de
Cristo por la cruz permite que seamos incorporados al Misterio intradivino de
Dios. El paso de Cristo por la cruz, permite que nuestra vida entre en las “entrañas” de Dios, para nacer como nueva
creatura, volviendo así al estado primero en el que habíamos sido creados, pero
con una nueva condición, la de hijos en el Hijo. Este nuevo don –el de ser
hijos de Dios- no puede entenderse de otra manera, sino desde la misericordia
que brota de las entrañas y el corazón del Padre. Dios no quiere tapar nuestro
pecado con su gracia -como expresaba Lutero-, sino que quiere purificar todo
aquello que nos impide movernos en libertad. Por eso, dejarnos abrazar por su
misericordia es pasar por sus “entrañas” para
renacer a una vida nueva.
Queridos
hermanos, como bautizados hemos sido regenerados por el agua y el Espíritu, de
forma que nuestras obras han de manifestar las obras de Cristo. Nuestra vida ha
de ser manifestación de la vida de Cristo, para que así, terminemos diciendo
como Jesús: “Si no hago las obras de mi Padre,
no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras,
para que comprendáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Jn 10,
37-38).
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