Si recordamos la
respuesta que da Jesús a los enviados por el Bautista para preguntarle si es él
el Mesías esperado, caeremos en la cuenta, que tal respuesta coincide con el
texto que hemos leído en la primera lectura; Jesús les dice: “Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y
oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los
sordos oyen…” (Mt 11, 3-5).
Esta primera lectura
de Isaías nos narra el primer cantico del siervo del Señor. Ya los primeros
cristianos la citaban para referirse a Jesús como el sirvo sufriente. Esta
imagen prefigurada en el Antiguo Testamento demuestra la misión que el Señor
debe cumplir. No viene a imponer un castigo por la maldad cometida del hombre,
sino que busca dar un apoyo a los débiles y vacilantes. Este siervo, que es
sostenido, manifestará la justicia a las naciones. No se trata de una justicia
que busca complacer a unos, y a otros someter al castigo. Él viene a
practicarla desde la verdad. El siervo tiene como función dar “…luz a las
naciones... abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la cárcel, y de
la prisión a los que habitan en tinieblas” (Is 42, 6-7).
En el Evangelio
escuchamos como María de Betania, la hermana de Marta y de Lázaro, unge con
perfume de nardo los pies a Jesús, enjugándolos con su cabellera. La pregunta
de Juan es nuestra pregunta ¿por qué no se ha vendido este perfume para dar el
dinero a los pobres?
El Evangelio nos
interpela constantemente. ¿Cuál es mi actitud como cristiano? ¿Realmente busco
el bien de los pobres, o como Judas, busco mi propio beneficio? La política
promete sacarnos de nuestra situación de pobreza partiendo de un ideal de
justicia que no corresponde con el de Dios. Corremos el riesgo de
confundir justicia con venganza. Y es allí donde nos encontramos, quitamos a
unos para dar a otros; clamamos justicia, pero a la vez pedimos venganza. Esto
en Dios no es posible, su justicia nace del amor. En ella no hay venganza, sino
deseo de dar sentido al hombre, eliminando todas las pobrezas que hay en
nuestro interior para, desde allí, darnos la verdadera riqueza que sólo Él
puede proporcionarnos: paz interior, felicidad en medio de la tristeza que el
mundo vive, compañía…
Jesús termina diciendo: “Déjala… a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis” (Jn 11, 7-8); que paradójico, pero que real. Tal vez no podamos saciar el hambre de todo un barrio, pero si la del vecino. Tal vez no podamos resolver con nuestro dinero la pobreza que viven muchas familias de España y el mundo, pero podemos colaborar aportando nuestro granito de arena a Cáritas u otra institución que trabaje en esta labor; seguramente no tenemos ni un céntimo en nuestro bolsillo, pero podemos colaborar desde el voluntariado en tantas instituciones nuestras.
Jesús termina diciendo: “Déjala… a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis” (Jn 11, 7-8); que paradójico, pero que real. Tal vez no podamos saciar el hambre de todo un barrio, pero si la del vecino. Tal vez no podamos resolver con nuestro dinero la pobreza que viven muchas familias de España y el mundo, pero podemos colaborar aportando nuestro granito de arena a Cáritas u otra institución que trabaje en esta labor; seguramente no tenemos ni un céntimo en nuestro bolsillo, pero podemos colaborar desde el voluntariado en tantas instituciones nuestras.
Queridos hermanos, los
pobres siempre estarán presentes. ¿Y nosotros? ¿De qué forma estamos? ¿Ausentes
o presentes? Trabajemos por un mundo más humano; construyamos el reino que Dios
quiere practicando las justicia que brota del amor de Dios, cada uno en la
medida de sus posibilidades.
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