Celebramos hoy la Solemnidad de San
José, esposo de la Bienaventurada Virgen María, varón justo, nacido de la
estirpe de David, que hizo las veces de padre para con el Hijo de Dios, Cristo
Jesús. En la Carta a los Romanos, Pablo manifiesta el poder de la justicia de
la fe: “…no por la ley, sino por la
justicia de la fe recibieron Abrahán y su descendencia de que iba a ser
heredero del mundo” (Rom 4, 13). El hecho de que la promesa y sus
contenidos dependan de la fe y no de la ley asegura tanto su dimensión
universal como su carácter gratuito.
El segundo libro de Samuel nos
ofrece la manifestación profética del Señor. David quería construir un templo
al Señor, ya que él vivía en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habitaba
en una tienda. Pero el Señor habló al profeta Natán diciendo: “Ve y habla a mi siervo David… el Señor te
anuncia que te va a edificar una casa. En efecto, cuando se cumplan tus días y
reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que
salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Será él quien construya una casa a
mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él
un padre y el será para mí un hijo” (2Sam 7, 11-14). Estas palabras de Dios
demuestran su deseo de fundar en David una casa o línea sucesoria sin límite
temporal. Es a partir de allí donde se funda las esperanzas mesiánicas que nos
llevarán hasta el nacimiento de Jesús.
Veintiocho generaciones pasaron desde
David hasta el nacimiento del Mesías esperado. Mateo en su Evangelio nos narra
el origen de Jesucristo partiendo desde Abrahán, nuestro padre en la fe. Y termina
diciendo: “…y Jacob engendró a José, el
esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1, 16).
Según la ley, una mujer sorprendida
en adulterio debía ser apedreada. El Evangelio nos dice que “María, estaba desposada con José y, antes de
vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en
privado” (Mt 1, 18-19). Pero es un ángel del Señor, por medio de un sueño,
le reveló el plan salvífico de Dios. “Cuando
José se despertó, hizo todo lo que le había mandado el ángel del Señor, y acogió
a su mujer” (Mt 1, 24).
La figura de José, no deja de ser
para nosotros un modelo a seguir. Es José el que sabe guardar un secreto, el
que sabe obedecer y acoger. Es José, como María, los que nos enseñan a aceptar
la voluntad de Dios y cumplirla. Esta sencillez y humildad de José no puede
venir más que del encuentro con el Señor. Su vida nos demuestra que conocía
perfectamente la ley divina y la ponía en práctica.
Queridos hermanos, es curioso ver
que el Mesías no nace en un palacio como era de esperar; José que pertenecía a
la estirpe de David no era un hombre poderoso ni mucho menos rico. José es todo
lo contrario a lo esperado. Un obrero, un trabajador que se ganaba la vida día
a día con el esfuerzo y el sudor de la frente. En este pequeño pero gran hombre,
Dios se fía para llevar adelante el plan de redención. Y es que la salvación de
Dios no se basa en la opulencia de este mundo, sino en lo pequeño, lo frágil,
lo humilde. Es el gran misterio divino: que Jesús, siendo Dios, se hizo uno
como nosotros, se hizo barro, para desde su condición humana, rescatar a la
humanidad herida por el pecado y darnos la condición de hijos.
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