jueves, 24 de marzo de 2016

VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR.

Queridos hermanos,
Celebramos el Viernes Santo, día en que “ha sido inmolada nuestra Víctima Pascual: Cristo” (1 Co 5, 7). Jesús muere en la Cruz. El siervo de Señor sufre en lugar del pueblo, justifica a muchos cargando los crímenes del pueblo y es exaltado. El Evangelio que hemos escuchado nos relata la Pasión del Señor: Cristo, obedeciendo plenamente al Padre, se convierte en causa de salvación para todos los que le obedecen, tal y como hemos escuchado en la segunda lectura.
“Ecce homo”: Mirad al hombre. He aquí, en la cruz la imagen del Hombre perfecto, desfigurado por el pecado de la humanidad, maltratado por la crueldad del hombre. He aquí al Hombre que fue llevado a la Cruz por los que no quisieron aceptar la verdad. Ese Hombre-Dios, sigue siendo llevado a la cruz cada día, por nuestras culpas y pecados, por nuestras inseguridades y desprecios, por nuestro rechazo a la verdad.
¿Qué aspecto tendría la imagen del hombre que mostrase precisamente aquello que el hombre es, pero que ni quiere confesarse en sí mismo que lo es ni está dispuesto a serlo?”, se pregunta Rahner. Esta interrogante nace la experiencia humana que vive el hombre, su debilidad y pecado. Conocer al hombre en su totalidad no hubiera sido posible, si Cristo no nos lo hubiese revelado, pues el hombre en sí, es un ser totalmente inestable, no le ha sido ni atribuido permanecer siempre idéntico. Hay muchas cosas de las que posiblemente no le guste hablar. Huye de sí mismo. Uno de los elementos que constituye al hombre, es lo indecible; y por eso permanece mudo.
Queridos hermanos, este Hombre-Dios, muerto en la cruz revela la imagen perfecta de lo que es el hombre, que debe morir al pecado. Dios nos ha revelado en su Hijo Jesucristo, la imagen de nosotros mismos para que nos veamos reflejados. Quién esté dispuesto a descubrir lo que realmente es y está llamado a ser, deberá aceptar la imagen de Cristo muerto en la Cruz, para morir al hombre viejo y resucitar al hombre nuevo.
La aceptación de tal imagen no es fácil de asumir. A nadie le hace gracia verse deformado, coronado de espinas, sudando gotas de sangre, traspasado por una espada, azotado, clavado y muerto en una cruz. A nadie le gusta verse solo, traicionado por un amigo, negado por quien prometió dar la vida si era necesario, insultado por quienes en otro tiempo le apoyaban. A ninguno de nosotros nos gustaría que la ciudad que nos vio nacer y crecer, hoy clame a gritos: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Esto es lo que es el hombre: un ser que no quiere morir, y sin embargo, está entregado a la “vida” de este mundo, que no admite el hecho de que tiene que morir para vivir.
Jesús, muerto en la cruz, nos da la respuesta que tanto buscamos. Es allí donde contemplamos la imagen de nosotros mismos, aquella que se nos ocultaba. Quien no muera en plena vida, no podrá vislumbrar su destino desde fuera, ni mucho menos participar de él internamente.

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