Homilía
Queridos amigos,
La pregunta de San Pablo nos
interpela constantemente. ¿Por qué desprecias a tu hermano? No tiene sentido el
que le juzgues. Esto es inconcebible en el corazón de los hombres. No hemos
sido creados desde el odio, el egoísmo, la envidia. Sino que nuestra esencia es
el amor. Ese amor que es Dios y que ha de reflejarse en nuestra vida.
Son muy acertadas aquellas
palabras de Jesús cuando nos dice que vemos la mota en el ojo ajeno pero no la
viga que llevamos en el nuestro.
Juzgamos al otro sin conocerle, sin saber lo que hay en su interior.
Juzgamos por apariencias y no por lo que realmente lleva en su corazón. El
Evangelio no dice que los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Ése acoge a los pecadores y come con
ellos.” Sería bueno que antes de hacer un juicio revisáramos nuestra vida.
Igual estamos proyectando lo que realmente somos nosotros.
Reconocer nuestras
debilidades humanas nos hace ser comprensivos. En nuestro corazón resplandece
el amor de Dios, un amor que es misericordioso. Si reconocemos que somos
frágiles, el amor que llevamos en nuestro interior se vuelca hacia la
comprensión del hermano, porque sabe lo mucho que puede sufrir el otro.
Dios, Amor y Misericordia
pura, es quien sale a nuestro encuentro. Nos busca porque conoce de qué estamos
hechos y nos coloca en sus brazos para llevarnos de nuevo al redil. Él quiere sanar
nuestras heridas, pero necesita que le abramos el corazón y le dejemos actuar.
Su felicidad es que estemos bien, que disfrutemos de libertad y vivamos esa paz
interior que sólo viene de Él.
Queridos amigos, nuestro
corazón está hecho para el Amor. Como
decía San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta
que descanse en ti”. No descansaremos hasta que nos veamos todos juntos
en una misma mesa, compartiendo las alegrías con el Padre.
Que en este día, seamos
capaces de comprender al otro, sobre todo, fijándonos en su corazón y no en las
apariencias.
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